¡Ah, Don Luís! Confieso que me he divertido mucho con su escrito. Celebro que se encuentre en tan buena forma y aún de que disponga de tanto tiempo. Glorioso su exhorto, no hay duda alguna... Siempre que su voluntad sea formar parte de las letras españolas en el género de sainete o similar. Me he reído mucho y lo confieso sin rubor y desde la admiración más absoluta al desconocido cómico que ignoraba albergaba en su interior. Ya me imagino el momento en el que usted se encontraba emborronando los folios del ordenador completamente desnudo de decoro y con una gran nariz roja como único elemento ajeno al cuerpo, entregándose sin fin a la adoración mental a Onán. ¡Genial, dilecto amigo, genial! Bravo por usted que ha sido capaz de construir un relato ameno con la incoherencia manifiesta de unos argumentos vacuos y unas letras juntadas en homenaje a Dadá.
Veo, sin embargo, que ha decidido tirar la toalla en cuanto a su reivindicación inicial -y yo lo celebro-, dejando para el combate literario apenas un repaso de supuestos agravios y sinsentidos que usted me atribuye. Queda clara y aquí expuesta, pues, mi victoria en cuanto a su injusta reclamación primigenia, que no es otra que la de la razón misma y acepto que dedique sus esfuerzos en delegar el debate hacia aspectos formales y de carácter puntual que no suponen sino anécdotas del fragor literario, aunque me sonroje denominar literatura a lo que usted y yo hacemos. Le concedo, como no, el derecho al pataleo. Se lo ha ganado con su terquedad y no seré yo quién niegue puente de plata al adversario. Siéntase, pues, dueño y señor de su propia motivación para acuñar argumentos cualesquiera que le concedan una retirada digna y misericordiosa.
No entraré, por tanto, a rebatir los puntos que usted aduce en su sainete último, mas sí deseo, acaso, detenerme en dos aspectos fundamentales de su loco argumentario.
El primero, lo admito, ha sido una provocación. Soy humilde conocedor de su vasta formación y experiencia y el atribuirle epítetos como MAESE o LICENCIADO no han sido otra cosa que poner a prueba la fuerza de su temple, aspecto éste que usted ha pasado con creces. He esperado largamente una respuesta adecuada a mi osadía y ha sabido sujetar su justa indignación hasta encontrar un momento donde la furia no nublase en demasía la cortedad de su entendimiento. Mis felicitaciones plenas de gozo por ello.
La segunda, en cambio, es más peliaguda. Acúsame el Doctor Doctor -que de este modo le nomino por ser muy de su agrado, elevándole con ello a la altura de ilustres nombres tales como Baden Baden o Sánchez Sánchez, por poner unos ejemplos- de refugiarme en insultos y descalificaciones mediante el uso de palabras tales como CERDO o FACINEROSO y otros sustantivos que en su demencia persecutoria adjetiva en el sentido erróneo. Nada más lejos de mi intención, caro amigo, créame. El uso de estos y otros vocablos no tienen otra razón que definir argumentos sin que tras ellos se esconda la maledicencia que usted supone, mal suponedor. No vea en ellos intención descalificadora, que no la hay. Quédese pues con su justo significado y no vea Gigantes que no hay.
Me despido con unos sencillos versos escritos en su honor, no por mí, que es sabida mi incapacidad para estos menesteres.
Sigue don luís erre que erre
en su vana pretensión.
¿No sabrá ya el fanfarrón
que en verdad no le concierne?
Déjese por ofendido
y dese por contestado,
que su mente ha ofuscado
y la verdad se ha omitido.
Hugo labra dixit.
El 30/3/09 23:08, "Luis C"
Mi muy querido y advenedizo de la sinrazón señor, sin embargo amigo bien hallado, no lea en lo que sigue fanfarria orlada de dorados ni aprovechamiento de horas en desazón, sino una a modo de tregua que facilite un recuerdo de los epítetos injustísimos que ha vertido sobre mi persona en su vertiente humana, aunque siempre las he leído, tenido y tomado como endebles venablos contra la causa porcina que obra en la aleta de mi moto desde su adquisición, años que hace ya.
Antes de enfrascar la atención que suele conceder a mis palabras, advertiros que el inefable poeta putero da señales de traición. Sí, traición. No he errado el vocablo ni su significado inmediato. El buen Hugo de Labra conspira en sus cantos contra la bandera que ondea entre las grietas de vuestra obstinación. Cuídese, pues, de semejantes asesores, confidentes, correveidiles de calzón flojo porque a nada que sus sentidos exigen y su bolsillo no da, vierte cánticos obscenos contra la mano que le alimentó. No digo más. Y no lo digo porque el ídolo que sostiene la razón que aduce en sus textos, el germánico Goebbels, ya parece que lo dijo en su día y así lo citó el Ilustre que me batalla. Líbreme el Omnipotente de atormentar las hispanas letras con semejante ejemplo de vileza. Quiera el viejo Lucifer conservarlo en sus ebúrneos jardines.
Doy pie, entonces, a rebatir uno por uno, punto por punto, los reseñados epítetos preferidos para la ofensa y que de leve amago de sonrisa no han logrado pasar.
Refiéreme su demencial imaginación a Don Segismundo Freud, loado especialista en los tormentos de la mente abocados al raciocinio de la pasión carnal, del vicio inconfesable, del pecado nefando. Grave intento, por arriesgado de imbuir en mi ser cualquier bajeza impropia de la naturaleza del ser humano vulgar y corriente, de entre la que formo parte constituida que no se avergüenza de ninguna de sus propiedades ni acepciones, ocasionen el concurso que ocasionen a lo largo de la existencia. Por lo tanto, señor, pretender que los instintos que nos unen de manera indeleble a la Tierra que nos da la vida es vergonzoso es, cuando menos, una estupidez. Una estupidez rayana en la estulticia porque denota una clara tendencia a permanecer y ser considerado como un ente de superior calidad entre los iguales: es decir, todos aquellos frutos que la Tierra proporciona, semovientes o no.
Me trata de falsario en lo que se refiere a la pretensión primigenia y, por lo tanto, original que da lugar a esta correspondencia de tira y afloja. La pretensión cualquiera emitida por cualquier persona no puede ser falsa en sí misma. Puede estar errada, pero absolutamente dentro de la realidad, lo que se opone frontalmente a lo falso.
Recreando el distorsionado orden en el que emite sus escasos trazos de raciocinio, vuelve a incidir en turbulencias psiquiátricas para las que, muy mucho me da, no está cualificado siquiera lejanamente, ni por un parentesco conocido de la bellísima Argentina. A la vista de este particular, huelga detenerse en este tipo de recreraciones acerca del ego que es inherente a toda persona. Mi adversario incluido.
No me queda más que retornar hacia nuevas muestras de su impericia en terreno psíquico cuando hace mención al buen Onán, de manera pareja a como lo hace posteriormente con el no menos buen Hugo Labra, el puterasco meridional. Y nuevamente retorno a las bondades del cuerpo tangible y sensible de alta calidad con el que he sido premiado por mor de sus capacidades. Por lo tanto, y así lo manifesté en su momento, me precio de ser íntimo y ufano en lo que me afano con Onán. Nada que objetar a que su mención pudiera pasar por vilipendio ni como prácticas perniciosas: muy lejos de ser tomado como tal por nadie cuya materia gris sea ligeramente superior a la de una ameba de mar.
Para rematar su paupérrima primera misiva, me tilda de cobarde por no haber acudido a cierto lugar a medir mis fuerzas con las suyas, habida cuenta de que se trata de un error de bulto propio de quien más que bulto hace masa, por lo que entiendo que seguramente al hacer eso, masa, perdió la conexión, erró en el personaje y en la ocasión.
Continua, ya en otro papel, con una afirmación acerca de maniqueísmo, de la manera en que habló de sofismo, hay que incluirle en la parte de los apéndices del DRAE. Maniobra que suele repetir con acerada asiduidad, que pretende confundir al lector y darse cierto pisto de cultivado. Poco hay tan alejado de la realidad, mas tan cercano en la imaginación del terco. Si, además, se une con prédicas del germano comunicador que alude sin cesar, tenemos aquí la más palpable muestra de manipulación argumental típica del inane. Nada más que decir.
Por fin aparece el verdadero sentimiento que mi persona provoca en el interlocutor y que es honra para mí, a pesar de que su nominal pudiera pasar por vergüenza a más de uno que yo me sé y que sí, va en moto a León. Mi amigo y aficionado oponente utiliza el insulto bajo la palabra cerdo. Honor que me hace sin duda quien de ello entiende abrumadoramente por exceso. Del cerdo, señor, se aprovecha carnalmente todo mientras que moralmente todo se rechaza: ¿no es esa parte de la esencia muy malentendida del motero y de la que, otra vez, muchos hacen honra? Cuide su lengua –tecla- no sea que espante moscones y se arrebujen en su seno cagadas de cojoneros sin fin.
Cita la Señoría a mi tía, la sorda, para más señas, confundiendo de nuevo personajes y situaciones: es Labra, señor, quien tienen abandonada a esa tía discapacitada en los montes asturcones y no el que suscribe, cuyos parientes, a la altura de firmar la presente, se hallan y bien, gracias al Señor. Sugiero de su atención revisar sus datos, sus fuentes y su caridad para con sus mayores.
Aun y a riesgo de desvelar más de lo necesario y aunque no me molesta en absoluto, más bien veo la socarronería facilona que le es propia, tiende a dos cosas en las que no voy a abundar nuevamente por innecesario: a tenerme como cerdo porcino –ya diluido en la honra, y mucha- y a plasmar mis créditos como de licenciado. Permítaseme aclarar un par de asuntos particulares que, aunque apenas vienen al caso, pudiera ayudar a ver quién es quién y qué hace aquí cada cual que contiende. La titulación que adorna mi cuarto de baño reza así (omito los centros porque no se permite publicidad gratuita, hecho del cual Don Fernando sabe, sabe y sabe): Doctor en Derecho Internacional, Doctor en Historia de América, Licenciado en Ciencias Náuticas, Rama de Oceanografía, Diplomado en Protocolo y Ceremonial y, por fin, Doctorando en Altos Estudios Militares. No es, repito, ánimo reivindicativo ninguno, sino constatación de unos hechos que mi oponente conoce a la perfección y que, debido a su estrategia escatológica, se empecina en obviar. Dicho lo cual, por mi parte, puede seguir llamándome Licenciado. Entiendo que es muchísimo más sencillo para él que llamarme Doctor Doctor, una peculiaridad común a muchos congéneres pero que le es lejana en su comprensión, como Ítaca al cornudo de Ulises.
Dentro de unos términos infinitamente más comprensibles para el Ilustre, doy cabida a las palabras que me regala más adelante: facineroso y espurio. No va más allá del anteriormente citado falsario, pero parece que el diccionario de sinónimos va dando su juego al carente de fondos propios suficientes. Y tampoco logra la ofensa buscada. Me confieso facineroso en cuanto pertenezco y defiendo la facción de mi causa y busco, con ello, satisfacción de mis intereses encarnados en el cerdo de marras –que no es el oponente, no confundamos zoología con literatura-. Y hasta ahí. La acepción de ese vocablo en cuanto al crimen no es de consideración porque no estoy en la comisión de delito alguno contra terceros ni contra mí mismo. Eso está fuera de cuestión. Me cuesta admitir que mi oponente se halle en la misma circunstancia. Pero no puedo afirmar tal.
¿Qué decir de espurio? Vuelco mi atención y la de quien guste sobre el todo de lo hasta ahora aquí vertido para ver por sí mismo dónde reside lo espurio, si es que reside en algún renglón vecino. Me produce tal diversión la comprobación del abuso sistémico de ese recurso que aburriría hasta a su propio autor repitiéndolo aquí. Mas la risa larga que provoca con esta cita ya es suficiente para darle cabida, esta vez, con mi agradecimiento sincero por su ocurrencia.
Muy posteriormente, amenazado por su ruina moral y enteramente intelectual, mi oponente e, insisto, gran amigo y muy querido, alude a una presunta desesperación que, al parecer, me convierte en un ser agobiado, digo yo, que por el peso terrible de sus ataques. Sin embargo de esa ilusión que le mantiene aun erguido y milagrosamente sobre dos patas, mi adversario no hace sino traslucir su propio espíritu: una madeja de contradicciones anudadas y sin espacio para su orden y concierto. Afirmo así porque antes de recabar esta constatación certera, el ilusionista ya disponía en su ayuda de míseros atajos en rima, los propios y los aun más patéticos del desparpajo del Labra, conservado hasta la fecha en el formol del vicio lascivo. Vaya una alianza. Carnaza de argentino.
En otro capítulo de su sarta de indignidades, el buen hombre, acusa a mis argumentos y, por ende, a mí mismo nuevamente, de maledicentes. Me excuso, no veo tal. Mi pretensión solicitada, luego exigida y ahora en plena pugna carece de esa calidad. No soy capaz de encontrarla por lado alguno. Tanto es así, que siempre he manifestado mi disposición al acuerdo facilitando alternativa plausible. Si en ésas así se me trata, delega en mi pensamiento la sospecha hacia certeza de una vis malévola en quien tanto aprecio y admiro. No puedo menos que impedirme un pensamiento así y lo desecho con asco.
Al mismo ritmo, me acusa de falta de sabiduría y bagaje cultural. No lo niego y no espero ser un privilegiado de la memoria, del estudio y de la razón. Me es imposible juzgar en mi interior si lo que albergo es sabiduría culta o mero espejismo adaptable a los crucigramas del diario diario. Me confieso inhábil para dilucidar esta cuestión que en absoluto me ofende, siquiera una leve molestia por cuanto me recuerda la enorme falta de caridad y conmiseración de quien domina la retórica y las artes grandes para con quien las admira sin dominar. Pecado de soberbia que me espanta mucho.
Inmediatamente de tenerme por bruto –en la acepción de inculto o falto de la cultura necesaria para el mantenimiento de una conversación interesante en círculos sociales. Agradezco, por cierto, que no haya hecho mención de esa incapacidad en cuanto a las clases que imparto en tres universidades actualmente y en el pasado-, me recrimina una pretendida falta de discreción en cuanto a conversaciones privadas. Nuevamente me excuso por esta falta de urbanidad elemental. Dada mi conocida incapacidad para mantener relaciones sociales interesantes –valga el silogismo que sigue-, excúseme de otros deberes de esa índole, en vez de impartir lecciones magistrales de buen hacer y de saber estar provenientes de quien imparte o desea impartir yoyas en vez de laureles, y muéstreseme el camino del respeto y la consideración debidas a todo ser viviente. Una desconsideración que sitúa mi yerro al mismo nivel que el perdonavidas que me replica.
Y acabo ya, mi querido amigo y rival, no sin antes demostrarle fehacientemente que si hay que juntar letras, soy muy capaz y con tino. Realidad tangible que, permítame, dudo muy mucho que el contrafirmante, o sea, usted sea capaz. De espirituosos sacros relacionados con meapilas de beaterio, disculpe el atrevimiento, pero sabe más que yo, con tal abusiva diferencia que me deja perplejo, admirado y sin palabras –dirían los adolescentes, en el idioma común del que usted participa vivamente: ojoplático y boquiabierto. De mi cosecha añadiría eso de espatarrao y relinchante de carcajadas, pero no deseo poner epítetos jocosos en sus manos. Sabrá entenderlo.
Un muy fuerte abrazo y mi cariño sincero y desprendido en tanto obtengo satisfacción. Caso en contrario, un muy fuerte abrazo y dispóngase en orden sus asuntos ante la derrota sonada que se arremolina inexorable sobre su testa.
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