lunes, 30 de noviembre de 2015

Jonah Lomu: el 11 que transformó el rugby.

Año 1995, Copa del Mundo de Rugby en Sudáfrica. Momentos convulsos para un país en plena transformación y una estrella indiscutible, Nelson Mandela, un presidente que anhelaba la reconciliación entre blancos y negros para proyectar un futuro mejor. Todo el mundo estaba pendiente de Mandela y nada ni nadie parecía poder discutirle el protagonismo. Nadie hasta que los All Blacks, considerados el mejor equipo del mundo, saltaron al terreno de juego y comenzaron a imponer su dictadura. En ese equipo de súper jugadores había un ala de 1,96 metros y 120 kilos de peso, capaz de correr los 100 metros en 10,89 segundos, que comenzó a destacar desde el principio. Hasta entonces los alas eran fibrosos y rápidos, nada parecidos a aquel robocop de gran técnica individual y una visión de juego impropia de su envergadura y juventud. Jonah Lomu disputó a Mandela el estrellato de ese mundial por derecho propio. El mundo del rugby descubrió a una estrella que ha dejado numerosas huellas de su calidad en este deporte. Hablar de Lomu es hacerlo del rugby moderno, una evolución que ha dado paso a lo que hoy podemos ver en los grandes torneos. Nuevas configuraciones, denotación de estereotipos en los jugadores, velocidad y fuerza en un deporte que sólo pueden jugar auténticos caballeros. Resulta curioso que los sudafricanos tuvieran que emplearse al borde de la legalidad, y no siempre dentro, para detenerlo y con ello ganar un campeonato del mundo que ha pasado a la historia. Lomu debió preverlo cuando en el saludo inicial Mandela le confesó que le tenía miedo. Quince hombres se conjugaron para amedrentar al 11 neozelandés. No lo consiguieron pero sí lograron que no pudiese brillar a su nivel. No importa, ahí comenzó su historia que hoy ha derivado en leyenda.
Lomu falleció hace unos días de problemas derivados con una grave enfermedad renal que arrastraba desde hacía años. Su funeral en Auckland y las numerosas muestras de respeto y cariño recibidas desde todos los lugares del mundo donde se venera el rugby dejan bien claro que se ha marchado físicamente pero su nombre, su presencia, está presente cada vez que el oval esté en juego. Hoy al helecho le falta una hoja. Hoy el negro está más justificado que nunca. Gracias por todo lo que nos has dado, Jonah. Descansa en paz.

Funeral de Jonah Lomu en Auckland- https://www.youtube.com/watch?v=HJc2bO1Ndqo


lunes, 16 de noviembre de 2015

El dolor de occidente.


Los últimos atentados de París, regando de sangre inocente nuestras conciencias democráticas, han traido consigo un econado debate en las redes sociales sobre la supuesta hipocresía de los occidentales rebosando solidaridad con nuestros hermanos franceses, sin que se manifieste la misma actitud con atrocidades similares en Oriente Medio o África. Los bienpensantes que nos acusan con el dedo parecen sentirse en un peldaño superior, obviando los normales sentimientos de horror para mantener el liderazgo moral que, como imanes del radicalismo humanitario, nos recuerde la maldad intrínseca del hombre blanco, indiferente al sufrimiento de los demás tonos de piel. Yo, lo confieso, soy uno de los señalados con el índice, de los desalmados europeos que no se ponen la bandera siria o nigeriana o egipcia (tampoco la francesa, esa es la verdad) cuando ocurre una matanza en esos países. No significa que sea insensible al dolor de sus sociedades, no. Tampoco que considere que ellos se lo merecen, porque no es así. Lo único cierto es que suele conmovernos más aquello que consideramos próximo, nuestro. París es tan mío como de los parisinos o de los franceses. Es mi ciudad, mi país, y son mis conciudadanos los que han muerto allí. No diré que son mis hermanos, pero sí que los siento como próximos por más que el idioma me conceda una cierta distancia. Y los sirios, nigerianos y egipcios, por poner un ejemplo, no lo son. Me duele la injusticia de su dolor y la pena del ser humano al que sin conocerlo no deseo ningún mal, pero no los siento próximos como a los franceses, por citar el último ejemplo de víctimas del terrorismo. No son de los míos. Posiblemente sea porque la violencia o la miseria parecen algo endémico en esas zonas del mundo o porque la distancia geográfica me ponen trabas a la inmediatez del cariño. Lo real, lo verdadero, es que mis convecinos, sea cual sea el color de su piel o sus creencias, están en mi vida diaria. Puede parecer egoísta pero es la verdad.