Me
encanta montar en moto, no es ningún secreto. Me ha gustado desde que era niño
y me quedaba fascinado ante el escaparate donde lucían orgullosas una OSSA
Enduro y una Laverda que juntas proponían dos estilos distintos, aunque para el
niño que fui era uno solo, un estilo que imaginaba sería maravilloso y
misterioso, apasionante en la aventura de recorrer las carreteras del mundo en
solitario. ¡La de coscorrones que me he llevado de mi madre por retrasarme
camino de la misa dominical atrapado por la magia de las dos ruedas! Pobre,
supongo que aquellos golpes tenían la doble misión de conducirme por el camino
recto y evitar la posibilidad de que siguiese la senda incierta de su hermano
pequeño, mi tío José Miguel, héroe de mi infancia y verdadero culpable de que
el virus de las dos ruedas creciese en mi interior. A lo largo de mi vida he
tenido muchas motos y la satisfacción de conducir muchas otras más y ahora no
importa que los años que se acumulan, unidos a mi deplorable condición física,
hagan cada vez más pesada la acción de coger La Bonita. Todo termina en cuanto
me subo a ella y la escucho ronronear traviesa y cariñosa, presta a conducirme
todo lo lejos que quiera llegar. Juntos formamos una pareja indisoluble que
dura más de quince años ya. Ambos hemos sufrido achaques que han ocasionado la
incorporación de piezas extrañas en nuestro cuerpo para seguir funcionando con
normalidad, pero seguimos en la brecha a pesar de todo. No voy a intentar
explicar lo que siento porque es algo íntimo que nos corresponde a ella y a mí
y revelarlo sería una traición mayúscula indigna del caballero que soy. Lo que
sí puedo compartir es que cuando enfilo la carretera y me concentro en
disfrutar del asfalto el mundo da un giro por completo, convirtiéndose en un
lugar maravilloso donde no existe la prima de riesgo, ni la pobreza infantil,
ni tampoco la corrupción. Los árboles sustituyen a la violencia policial contra
los que protestan y las aguas de los ríos desplazan la subida de impuestos y la
dramática disminución de los servicios sociales. Basta un suave giro de muñeca
para que se esfumen los canallas que abogan por el enfrentamiento entre
hermanos y conseguir que la sonrisa sustituya el permanente rictus de amargura
de cada día. Nada importa cuando la alfombra de asfalto se extiende ante ti sin
final. Nada excepto el disfrute de la propia soledad, dialogando con el viento
bajo la protección del cielo. No es que la mente se quede en blanco, sino que
las únicas imágenes que recibo provienen de un placer tan irracional como
limpio que convierte cada viaje en una experiencia distinta. Lo dicho, cuando
monto en moto la realidad deja paso a una nueva realidad que no supe que
existía, la fui descubriendo con la experiencia. Y en ella no hay nada de la
otra, la que vivo a diario. No, en ésta no caben desgracias y eso me hace
pensar que debería montar más en moto. Sí, debería hacerlo.
Eso mismo... sin comentarios....
ResponderEliminar(Laura, futura dueña de la bonita)
Felicidades Fernando. Solo un motero puede describir así lo que se siente al subirse a la moto. De verdad, Felicidades.
ResponderEliminarJose M. Garcia
www.mundomotero.com