A menudo asistimos a largas diatribas sobre el bien y el mal; conversaciones o monólogos en forma de discurso que no buscan otra cosa que llenar el hueco de las exigencias puntuales. Vivimos en la época de la palabrería – charlatanería, que hubiese dicho Gracián – como un método en el cual nos sentimos más importantes, más entendidos, más admirados por los demás, incluso. Se ha perdido la concisión, la fuerza del concepto en el mensaje. Hablamos mal y más de la cuenta. Es un hecho.
En la Literatura ocurre lo mismo. ¿Cuántas veces hemos leído un libro al que le sobran un montón de páginas tediosas que nos desesperan por su vaciedad? Yo, demasiados, a qué negarlo. Recuerdo con horror el título de varios que prefiero no citar por pudor, pero cada uno puede poner en su lista los que guste.
Todo esto viene a cuento de una frase que me he encontrado por casualidad y cuya autoría se atribuye al dramaturgo William Shakespeare: “La brevedad es el alma del ingenio.” Esta cita me recordó un relato breve que escribí hace ya muchos años y que viene a ilustrar, creo, la fuerza de las palabras no dichas y/o escritas frente a la fortaleza del concepto. A veces, lo que no se expresa es mucho más importante que lo se dice. Lo titulé igual que el título que da pie a estas letras.
"El principio del fin"
Ocurrió de madrugada, antes mucho antes de que el despertador atronase mis oídos. Recuerdo que me desperté sin titubeos, no como siempre lo hacía, manteniendo los ojos cerrados mientras buscaba fuerzas para rechazar la llamada de la responsabilidad. Esta vez abrí los ojos al instante y me incorporé en la cama. Carla miraba por la ventana. Estaba preciosa con su camisón corto pero mi pensamiento repudió el deseo. Quería saber.
- Tenía que llegar – susurró Carla sin volverse.
Sólo entonces comprendí que aquello era el principio del fin. Sin pedirlo una lágrima afloró en auxilio de mi corazón. Me levanté y rodeé la cintura de Carla mientras mis lágrimas seguían la dirección de su mirada. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Noviembre 2008
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