Cuando era un crío con pantalones cortos y grandes aventuras por vivir no comprendía la importancia de tener raíces sólidas donde anclar el presente. Referencias que hacen que la huella de tu vida no se diluya entre las brumas de lo indefinido. Ese crío sólo se preocupaba de de jugar y tener amigos suficientes para afrontar los maravillosos acontecimientos que traía cada nuevo día. Hoy, muchos lustros después, regreso al pueblo en el que pasé los mejores momentos de mi infancia para comprobar que parte de mí pertenece a estas piedras, estos árboles, a los verdes prados que lo rodean.
Desde la planta superior de la casa familiar puedo gozar de la maravillosa vista de los montes que delimitan una parte del valle y en el recuerdo vuelvo a ser el niño feliz que se perdía por todos los rincones del pueblo y sus alrededores… y entonces me sorprendo a mí mismo sonriendo dichoso.
El norte de España tiene estas cosas, pueblos llenos de encanto donde a las doce del mediodía aún se puede disfrutar del silencio, tan sólo interrumpido de vez en cuando por el ladrido lejano de un perro, el piar sereno de los pájaros y acaso un gallo travieso que corroboran que el silencio es real. Un auténtico paraíso para alguien de carácter retraído que disfruta de la soledad en las dosis adecuadas.
Resultaría poético afirmar que aquí el tiempo se detiene pero faltaría a la verdad. No, Molledo no vive apartado del mundo y dispone de los avances que la tecnología ha creado, wifi incluida. El televisor del bar donde Luisa me pone el café de la mañana permanece encendido desde que se abre hasta la hora de cerrar. La información llega tan rápida como a cualquier otro lugar, aunque a nadie parezca importarle demasiado. hay partidarios del Madrid y del Barça; hay penas y alegrías, éxitos y fracasos, Pero lo esencial es que aquí un día vale por dos, y eso no tiene precio.
Me gusta venir a Molledo, a mi pueblo, y aunque no participe mucho en su vida sí lo hago lo suficiente como para que el contacto con la gente deje un poso en el baúl donde se va construyendo la memoria.
Miguel Delibes recogió magistralmente parte de su infancia aquí en la obra “El Camino” y cuando la recuerdo no puedo evitar pensar que sus correrías fueron también las mías, sus amigos parecidos a los que yo tuve y sus vivencias otro tanto.
A la edad de haber conocido muchos lugares, de haber experimentado distintas formas de vida, Molledo sigue oliendo a vacas, a hierba recién cortada, a la compota de manzana que hacía mi abuela, a los momentos veraniegos con mis primos y a los días de fiesta de San Justo y la Virgen del Camino. Pero, sobre todo, sabe a la inocencia de aquel niño que vivía las largas horas de luz fuera de casa, agotado y feliz. Completamente libre.
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