Hemos llegado a un punto de no retorno, un punto peligroso por lo que supone de creación de hechos. Hemos llegado -era inevitable-al momento en el que se desmiente la máxima de que hablando se entiende la gente. El nacionalismo catalán no está dispuesto a hablar, a negociar, nada que no sea aceptar lo que imponen. Ya todo vale cuando se trata de despreciar la ley. No nos engañemos, el debate no es el supuesto derecho a decidir, esto es sólo una falacia esgrimida como argumento sectario, sino la independencia a cualquier precio, pasando incluso por el desprecio a una hipotética mayoría contraria. Cuando los gobernares y los representantes de partidos políticos con ingresos que provienen de las arcas comunes se niegan a acatar la ley hay poco que discutir. Y en esto, la tibieza del gobierno de la nación tampoco está ayudando.
Cualquier ciudadano está obligado a cumplir las leyes como normas que rigen la convivencia entre tanta diversidad de credos y mucho más si se dedican a la política con cargos y subvenciones. Menos los nacionalistas catalanes, por lo que se ve. A ellos sólo les vale su libro, empeñados como están en dinamitar las instituciones y al país con prácticas de terrorismo político. Yo siento vergüenza del espectáculo que están dando unos y otros. Unos por su sinrazón sistemática, los otros por la flaqueza de su actitud.
Este problema nos está dividiendo tanto que incluso se han escuchado comentarios que previenen sobre una posible situación violenta a medio plazo. Me da terror pensarlo. Las leyes no son inamovibles, pueden y deben cambiarse en beneficio del pueblo y la convivencia, pero nunca con chantajes. Y hay tantas disposiciones injustas que mover que, la verdad, la de decidir sobre los territorios me parece secundaria. Mejor arreglar los desperfectos de la casa antes de ampliar la cocina, creo yo.