En
los últimos días he podido apreciar con gran desasosiego que se apresuran
vientos que presagian turbulencias. Cada mañana, al salir de casa miro al
horizonte con ansiedad mientras un escalofrío recorre mi espina dorsal. Flota
en el aire la amenaza de otros tiempos, inesperados, que no se adivinan
mejores; acaso la desaparición de una época que anuncia el advenimiento de un
periodo nuevo, turbio y oscuro, donde se pone de manifiesto lo peor del ser
humano y el terrible engaño en el que hemos vivido durante los largos años de
despreocupación.
Hace varios siglos que Quevedo
escribió estos versos durante una época -también- de crisis en España. Cuatro
versos endecasílabos que conforman la primera estrofa de un soneto dedicado a
la desesperanza de una patria que comenzaba a destruirse a sí misma, devorada
por la codicia, la sinrazón y la ineptitud de sus gobernantes.
“Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.”
Termina el poeta con un
terceto que resume la angustia de no hallar salida a la penosa situación,
resignado a enfrentarse a la muerte política, económica y moral de una sociedad
que se sumerge en las tinieblas de lo incierto.
“Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.”
Como
entonces, asistimos a la podredumbre moral de un estado que se desintegra en la
falta de honestidad, con una ética vana y un liderazgo moral insostenible. Eso
sí, con el pesar alentado por las ínfulas bastardas de un colectivo mentecato
que cacarea hasta en Europa el más puro egoísmo nacionalista, debilitando a la
familia en lugar de arrimar el hombro para ayudar al sostenimiento general.
Nada conseguiremos si no nos esforzamos individualmente en la mejora de lo
colectivo y lo de todos debería ser santo y seña de nuestro despertar unitario.
En estas últimas semanas llevo escuchando multitud de comentarios que encierran
todas y cada una de las peores señas de identidad del hombre: envidia, pereza y
rencor. He escuchado como acusaban de explotador al dueño de Zara, cuyo pecado
ha sido donar 20 millones de euros a Cáritas, una organización que tanto bien
hace en nuestra sociedad pero que ¡oh, peligro! es próxima a la Iglesia. Me he
avergonzado al leer como un tropel de majaderos de todos los pelajes han
criticado a Javier Marías por renunciar a un galardón institucional dotado con
20.000 euros, con el pecado acrecentado de haber explicado públicamente sus motivos. Mis entrañas se
han revuelto con el duro silencio institucional frente a los episodios de
suicidio de personas que lo han perdido todo, hasta su casa, por la avaricia y
el injusto sistema bancario. Parece que todos, pueblo y poder, estamos metidos
en la misma rueda de inmundicia ética, nos solazamos en nuestra desventura como
si el hacerla comunitaria ahuyentase el infortunio que atesoramos cada uno. Nos
estamos convirtiendo en una nación de pusilánimes y desgraciados, de cerriles y
jacobinos. Esa España de charanga y pandereta, poco de fiar, pacata y fría, que
dilata en el tiempo sus deberes.
Flaco favor es el que hacemos a tantos millones de personas que a lo
largo de la historia dieron su vida para otorgarnos lo que se supone que hoy
deberíamos disfrutar: ser dueños de nuestro destino. Así no hay manera de salir
a flote, de mejorar o de vislumbrar un futuro. Hoy, aunque el viento anuncia la
llegada del frío, luce el sol y es un día perfecto para dar una vuelta en moto,
pero, lo siento, hoy no me quedan ganas.