Vaya por delante que no soy hombre de bares, lo confieso. Apenas bebo y cuando lo hago tampoco es que Baco pueda sentirse especialmente orgulloso. Sus templos apenas inquietan mi interés, es cierto, pero aún así siempre hay excepciones. El Ace Café de Londres, por ejemplo, es un lugar por el que siento pasión y una devoción emocional en la que tiene mucho que ver su historia y el mito que atesora. Otro es el Jo Bar, en Los Escullos, Almería, posiblemente el mejor bar del mundo, donde la altura del techo se mide en miles de kilómetros y las paredes se dibujan en el lienzo de la vegetación salvaje. Allí el rock’n’roll cobra otra dimensión y se hace patente la hospitalidad que un establecimiento concebido para motoristas demuestra hacia todo aquel que desee unirse a la tribu de la noche. A escasos 4 km, en la entrada de San José, se encuentra su hermano pequeño, el Jo Planet, un bar creado hace pocos meses y que, sin embargo, ha empezado a concitar el interés de muchas personas que hallan en él el mismo espíritu de camaradería, tolerancia y respeto que lleva implícita la enseña de la Jolie Rouge, la bandera que ondea orgullosa sobre los dominios de Jo. En estos meses, tanto Jo como JuanDark, sus responsables, llevan luchando contra la envidia e intolerancia de cobardes que esconden su vergüenza tras denuncias anónimas y sicarios del establishment que se aferran a la estupidez peregrina para imponer con sanciones una ley que resulta incomprensible e injusta. El motivo no es otro que la celebración de pequeños conciertos los domingos por la tarde, eventos que consiguen atraer hasta San José a motoristas y personajes afines interesados en pasar una tarde tranquila con colegas mientras escuchan buena música con una cerveza en la mano. Hay que señalar que Jo Planet está situado en las afueras, prudentemente apartado de zonas residenciales, donde la música en vivo no molesta el lógico descanso que pudiese ser deseado. No hace mal, no interfiere en la tranquila existencia del pueblo, a no ser para dotarle del color de la diversidad, del hermanamiento, y sin embargo se ve perseguido por la intolerancia de quienes ven la vida desde el lado equivocado. Aquellos que se miran tanto el ombligo que han perdido la perspectiva del verdadero valor de la vida, la camaradería que no se alimenta con intereses o falsedades; los que desconocen el espíritu de la amistad que encierra el rock’n’roll y que, me temo, jamás lo conocerán.
Llegan tiempos difíciles, extraños, tiempos que jamás hemos vivido, y me pregunto si es el momento de ensombrecer los días con represiones absurdas que nieguen los pequeños momentos que nos quedan por beber. Quizá los inquisidores de la cultura y la música trocarían su tristeza por sonrisa si por una vez, por una sola vez, se acercasen a compartir un chupito y un brindis mientras dialogan en silencio con la banda sonora de un concierto a la luz de la tranquila tarde dominical. Quizá sea mucho pedir, sí. A lo mejor ya es tarde para ellos, pero no lo es para todos los que conocemos y apreciamos el espíritu del compañerismo que muchos motoristas encontramos en la carretera, en torno a una mesa o en un bar. Algo tan real como auténtico, tan genuino como necesario. Confiemos en que el buen juicio se abra paso entre la maraña de la crispación política y social y no vuelva a prohibirse que la música se adueñe de los corazones que sólo aspiran a vivir en libertad. Ya lo dijo el bueno de Neil: Hey hey my my rock’n’roll can never die.