Un cuaderno de viaje por la ruta de la vida con la única pretensión de compartir lo que pienso, lo que me gusta, lo que me ocurre, lo que siento... Aprender cada día algo con los ojos bien abiertos.
lunes, 8 de noviembre de 2010
viernes, 5 de noviembre de 2010
ELOGIO DE LA AMISTAD (artículo escrito para el número de noviembre de ChopperOn.es)
Hace un par de semanas me vi reprobado por dos amigos, en situaciones distintas, con motivo de los comentarios críticos que realicé sobre una tercera persona, a su vez amiga. Esto me ha hecho pensar durante estos días sobre el valor de la amistad y el falso protocolo que se ha creado sobre la relación afectuosa entre las personas.
Considero el hecho de la amistad como un valor profundo y sincero en el cual la entrega se hace esperando una reciprocidad de sentimientos y valor, aunque no necesariamente de comportamiento, si no se hace imposible denominarla como tal. Para mí un amigo es alguien a quien quiero y respeto lo suficiente como para mostrarme tal y como soy yo. El no demandar una correspondencia de actuación me confiere absoluta libertad en cuanto el modo en el que actúo con la amistad. Eso significa que hago uso de ella como mejor creo y valoro en cualquier circunstancia, como es bromear sobre el interfecto, ensalzar sus virtudes o comentar sus actuaciones erróneas, etc. Este último aspecto no supone en modo alguno que minusvalore su persona, significa, simplemente, que hago de mi amigo un yo mismo. Lo asimilo a mí y lo trato como si fuera yo, de un modo casi siempre (todo hay que decirlo) poco serio. Exactamente como me tomo a mí mismo.
No creo en el artificial dogma que dice que las cosas negativas de un amigo hay que decírselas a él, a la cara y sólo a él. ¿Para qué y por qué? Lo importante que tenga que haber quedará sellado entre él y yo, cierto, pero lo superfluo no tiene ningún sentido que se convierta en motivo de sacralización. Sería absurdo, según mi planteamiento, dejar la amistad en un ámbito endogámico, circunscrito al momento en que mi amigo y yo disfrutamos de nuestra mutua compañía. Hablar de él o de ella en tono crítico cuando no está presente no supone una traición, al contrario, más bien una forma de ejercer la libre amistad sin ninguna otra finalidad.
Demasiadas veces he escuchado la frase: "A mí no me gustaría que un amigo mío hablase de mí de esa forma". Bien, lo acepto y lo respeto. Cada uno es libre de actuar y de pensar como quiera, y de mirarse el ombligo tantas veces desee, por supuesto. Lo que ocurre es que a mí lo que no me gustaría es que alguien a quien considero amigo/a vea cortada su libertad por seguir el postizo credo antes comentado. Un amigo mío debe sentirse eximido del incómodo peso de la opresión popular y comentar lo que guste sobre mi persona, sencillamente porque si le considero amigo es porque me ha dado prueba suficiente de ello. Y si no, es que no lo es y por tanto no me importa... O sí, dependiendo del día, y entonces cabe la posibilidad de que acuda a él dispuesto a sacudirle un par o dos de zurriagazos. Cosa que, por cierto, jamás haría con un amigo.
Mis amigos, los que lo son lo saben, tienen en mí a un aliado fiel y dispuesto a estar donde, cuando y en la manera que se me necesite. Sin preguntas ni excusas, allí estaré. Son conocedores de mi aprecio por ellos - incluso tengo algún amigo a quien estimo profundamente a pesar de él- y de la inquebrantable fe que profeso al concepto que nos une. Conocen mi capacidad de aguante, no eterna pero sí cercana al infinito, y los límites que abarcan el terreno de nuestra relación. A varios que así consideraba los he ido perdiendo por el camino debido a razones tan importantes como un comportamiento deshonesto, falsedad en los sentimientos o por refugiarse cobardemente en el grupo manifestando públicamente una rencilla privada, por poner unos ejemplos. Y a esos que abandono en el sendero de la vida, a esos jamás los recupero. Cuando algo quiebra el vínculo es para siempre y no hay vuelta a atrás. A los que tengo, nada he de decirles porque lo saben todo. O deberían conocerlo.
Considero el hecho de la amistad como un valor profundo y sincero en el cual la entrega se hace esperando una reciprocidad de sentimientos y valor, aunque no necesariamente de comportamiento, si no se hace imposible denominarla como tal. Para mí un amigo es alguien a quien quiero y respeto lo suficiente como para mostrarme tal y como soy yo. El no demandar una correspondencia de actuación me confiere absoluta libertad en cuanto el modo en el que actúo con la amistad. Eso significa que hago uso de ella como mejor creo y valoro en cualquier circunstancia, como es bromear sobre el interfecto, ensalzar sus virtudes o comentar sus actuaciones erróneas, etc. Este último aspecto no supone en modo alguno que minusvalore su persona, significa, simplemente, que hago de mi amigo un yo mismo. Lo asimilo a mí y lo trato como si fuera yo, de un modo casi siempre (todo hay que decirlo) poco serio. Exactamente como me tomo a mí mismo.
No creo en el artificial dogma que dice que las cosas negativas de un amigo hay que decírselas a él, a la cara y sólo a él. ¿Para qué y por qué? Lo importante que tenga que haber quedará sellado entre él y yo, cierto, pero lo superfluo no tiene ningún sentido que se convierta en motivo de sacralización. Sería absurdo, según mi planteamiento, dejar la amistad en un ámbito endogámico, circunscrito al momento en que mi amigo y yo disfrutamos de nuestra mutua compañía. Hablar de él o de ella en tono crítico cuando no está presente no supone una traición, al contrario, más bien una forma de ejercer la libre amistad sin ninguna otra finalidad.
Demasiadas veces he escuchado la frase: "A mí no me gustaría que un amigo mío hablase de mí de esa forma". Bien, lo acepto y lo respeto. Cada uno es libre de actuar y de pensar como quiera, y de mirarse el ombligo tantas veces desee, por supuesto. Lo que ocurre es que a mí lo que no me gustaría es que alguien a quien considero amigo/a vea cortada su libertad por seguir el postizo credo antes comentado. Un amigo mío debe sentirse eximido del incómodo peso de la opresión popular y comentar lo que guste sobre mi persona, sencillamente porque si le considero amigo es porque me ha dado prueba suficiente de ello. Y si no, es que no lo es y por tanto no me importa... O sí, dependiendo del día, y entonces cabe la posibilidad de que acuda a él dispuesto a sacudirle un par o dos de zurriagazos. Cosa que, por cierto, jamás haría con un amigo.
Mis amigos, los que lo son lo saben, tienen en mí a un aliado fiel y dispuesto a estar donde, cuando y en la manera que se me necesite. Sin preguntas ni excusas, allí estaré. Son conocedores de mi aprecio por ellos - incluso tengo algún amigo a quien estimo profundamente a pesar de él- y de la inquebrantable fe que profeso al concepto que nos une. Conocen mi capacidad de aguante, no eterna pero sí cercana al infinito, y los límites que abarcan el terreno de nuestra relación. A varios que así consideraba los he ido perdiendo por el camino debido a razones tan importantes como un comportamiento deshonesto, falsedad en los sentimientos o por refugiarse cobardemente en el grupo manifestando públicamente una rencilla privada, por poner unos ejemplos. Y a esos que abandono en el sendero de la vida, a esos jamás los recupero. Cuando algo quiebra el vínculo es para siempre y no hay vuelta a atrás. A los que tengo, nada he de decirles porque lo saben todo. O deberían conocerlo.
noviembre de 2010
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